jueves, 5 de marzo de 2015





                                                     CAPITULO II

Voy a intentar exponer y expresar, no solo las vivencias infantiles que Carlota me explicó, y con ello los sentimientos y emociones que de ellas se desprendan, sino también todas las sensaciones que yo tuve y sentí compartiéndolas con ella. 

En un ejercicio en el que la profesora nos propuso volver a nuestra infancia y hacer un esfuerzo por revivir, solo con los sentidos más primarios (tacto, oído y olfato) nuestras sensaciones en la primera infancia, Carlota me dijo: "No necesito hacer esfuerzo alguno por recordar mi infancia, tengo muy presentes las sensaciones en esa época; miedo, soledad, pena y más tarde rabia."

Yo podía haberla consolado con palabras de ánimo y gestos cariñosos, sin embargo no pude acercarme a ella como yo hubiera querido. No se si fue su aparente frialdad al pronunciar esas palabras o la imagen de seguridad y templanza con la que gesticulaba elegantemente mientras de su boca salían tan amargos sentimientos.   
Carlota no era en absoluto la persona que fingía ser pero yo no lo supe hasta que entendí su triste historia infantil:
Carlota fue una niña abandonada, pero no físicamente ya que sus padres pertenecían a una de las familias más acaudaladas, respetadas y socialmente  mejor posicionadas de Barcelona.
Y por tanto siempre tuvo a su alcance todo el confort y el bienestar material que un niño puede desear. 

A Carlota la dejaron morir casi de pena, de miedo, de soledad, de de  falta de besos y de arrumacos..... De desnutrición emocional.
Sus padres no sabían como hacerlo así que lo compensaban en una atención más material que sentimental.

Carlota me decía que estaba enamorada de su madre. Sentía hacia ella más que el apego lógico e instintivo (que todo bebé siente hacia el adulto que reconoce como su cuidador y protector), una devoción.
Recordaba como con dos años corría hacia los brazos de su madre cuando la oía entrar en casa y como ella la  apartaba con palabras como estas: " Hay Carlota que pesada, ahora no".
A veces su madre la cogía en brazos no sabemos si por curiosidad o por ganas de sentirla, entonces Carlota  abriendo sus negros y expresivos ojos como dos bolas encendidas, agarraba a su madre por el cuello y la intentaba besar. La madre entonces no pudiendo soportar el enganche de su hija, la estiraba hacia el suelo, dejándola allí quieta, como si de repente le hubieran sacado las pilas y todos sus movimientos e hiperactividad hubieran cesado de improviso. 
Yo le pregunté como podía recordar aquello con tanta claridad, ella me contestó que en las visitas que  hacía a su abuela, ésta le explicaba anécdotas de la familia y de su infancia. Fue así como se enteró también de que sus padres cuando salían de fin de semana fuera de la ciudad, se iban solo con su hermano y a ella la dejaban con los abuelos. 
Carlota recordaba a su abuela como la única persona que en esa época, la protegió y le demostró cariño.   
Carlota empezó a orinarse en la cama, tenia seis o siete años y ya no dejó de hacerlo hasta los trece. Al principio se levantaba e iba a ver a su madre que ni siquiera abría los ojos, entonces se dirigía al otro lado de la cama donde dormía su padre y con voz bajita y avergonzada le decía: "Papa me he hecho pis", su padre la tranquilizaba y la acompañaba a buscar un par de  toallas que colocaba encima de sus húmedas sábanas y Carlota volvía a soñar con la esperanza de que la próxima vez que mojara la cama, quizás su madre, la ayudaría a cambiarse.....
       

Margarita Basi.

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